Hace algún
tiempo, cuando no imaginaba que podía llegar a tener 29 años tantas veces como
hasta hoy, estaba en un autobús
de regreso a Santiago y fue la primera y única vez que puedo recordar haber
tenido una conversación larga con una persona desconocida en un escenario/lugar
como ese. No recuerdo cuál fue la pregunta, supongo que fue alguna línea de
guion de entrevista psicológica, porque recuerdo que mi respuesta fue algo como
“soy Marjorie, tengo (no recuerdo cuantos años), estudio psicología, trabajo,
tengo novio y soy feliz”, me preguntó entonces “¿eres feliz?” y yo queriendo
disimular mi sorpresa, le respondí con el que yo pensaba que era un tono de
seguridad “sí, soy MUY FELIZ. ¿Por?”. Entonces con un tono de voz que me
pareció muy odioso, me dijo que él no estaba tan convencido de que realmente
fuera feliz, porque cuando la gente dice repetidas veces que es feliz, lo hace
para convencerse de ser eso que no es o como un mecanismo de defensa. La
conversación siguió y se volvió más o menos una clase de psicología analítica.
Su respuesta me
pareció invasiva y todavía hoy creo que es la clase de cosas que uno no le dice
a los desconocidos, porque no, porque es una indelicadeza y después de todo
quien es uno para cuestionar a los demás en un tema tan personal.
Recordé esa experiencia
a propósito de ese hábito que hemos adoptado de más que compartir, tener que probar (¿?) que somos y
estamos felices en todo momento en las redes sociales. Y compartir vivencias en
las redes no está mal, al contrario, son espacios para crear comunidades sobre
intereses similares, una forma de satisfacer el instinto gregario del ser
humano. Sin embargo, creo que hay que prestar atención a las cosas que
compartimos y la forma en que lo hacemos, preguntarnos quizás, si en realidad queremos
compartir momentos felices y celebrar lo bueno que hay en nuestras vidas, si estamos
compitiendo por el título de quien es más feliz o quien tiene más likes o si es sencillamente un intento
de autoafirmación y búsqueda de aprobación de otros para poder encajar en las
comunidades.
Quienes me conocen
saben que mi vida se rige por reglas, normas que voy decidiendo y adoptando a
veces sin darme cuenta, muchos automatismos sin dejar abandonada la
espontaneidad. Una de esas normas consiste en sentir felicidad y reír
genuinamente al menos una vez cada día y puedo decir que es sin duda una de las
decisiones más productivas y satisfactorias que he tomado en mi existir. Después
de cumplir 29, me di cuenta de que en los momentos en que he sido y soy feliz,
no me ha resultado necesario decirlo con palabras, porque se me ve en los ojos,
se me ve en la piel, en la manera de relacionarme con otros, hasta en la forma
de comer.
Y es que ahora sé
que puedo ser feliz con tan poco, a veces en el silencio, que puedo compartirlo
cuando y con quien realmente quiera y no porque tenga que hacerlo.
Ahora sé que
cuando soy feliz es porque siento paz, dentro de mí.